Creo que jamás olvidaré la pregunta que me planteó el doctor ese día, y todavía hoy la uso cuando doy mis conferencias. Irónicamente, al hacerla en medio de mis discursos, veo en las miradas de mis interlocutores la misma duda que yo expresé ese día.
“¿Quieres curar esta empresa de la enfermedad que padece?”. En ese momento recuerdo haber negado que mi empresa era un ser vivo, pero sí que lo era, y sigue siéndolo.
Ese primer encuentro con el Doctor Crédito fue un punto de inflexión en mi vida como empresario. Los primeros cambios que pude percibir fueron los números: pasaban de rojo a verde casi inmediatamente y las deudas, una a una, se esfumaban. Todavía no terminaba de comprender cómo el doctor lo había hecho. El mismo me había dicho específicamente que él se encargaría de todo y que, al terminar, se sentaría a hablar conmigo acerca del método correcto a seguir a partir de ese momento.
Mientras todo acontecía frente a mis ojos, no pude evitar cuestionar mis métodos gerenciales – quizá fui yo el causante de todo esto – pensé mientras revisaba viejas cuentas y balances financieros.
El proceso fue más corto de lo que pensé, mientras denegaba llamadas de antiguos socios buscando “asociarse” nuevamente, recibí una llamada del doctor.
– Muy buenas tardes, mi trabajo con su empresa está listo, su empresa se encuentra curada extraoficialmente hablando, solo falta un detalle.
– Hola doctor ¿a qué detalle se refiere? Si se refiere al pago ya este fue efectuado hace unos días ya, de no ser así, yo mismo me encargaré del mismo.
– Nuevamente, no, no se trata del dinero. Es usted, ¿podemos hablar en persona? Elija usted el sitio, para su comodidad.
Le mencioné un local cerca de la avenida Collins, un café relativamente nuevo y él accedió. Luego de salir de la oficina me dirigí directamente al lugar en cuestión. Aparqué mi automóvil cerca y al bajarme del auto, pude ver al doctor llegar al sitio caminando, cosa que encontré curiosa.
Al llegar, saludé al doctor y luego de ordenar café los dos, me dediqué a observar el local, bastante juvenil y medianamente lleno. Daba un aire de los 80 pero con un toque actual. El dueño del sitio había colocado un clásico de Frank Sinatra que reconocí casi inmediatamente.
These little town blues, are melting away.
I’m gonna make a brand new start of it,
In old New York, and…
– Debo decir, para tener tan mala suerte en las finanzas, su gusto musical no está nada mal, señor– dijo el doctor, también disfrutando la música y sorbiendo el café.
– Es por herencia, supongo, mi padre solía escucharlo a diario –respondí pensativo– Doctor… ¿usted llegó hasta aquí a pie?
– Me gusta respirar un poco de aire fresco ¿a usted no? ¿Acaso no fue así como obtuvo mi número? –respondió lacónicamente– pero no vinimos a hablar de automóviles ni del clima en Miami.
– Ciertamente, usted quería hablar de mí y mi forma de hacer negocios –dije toscamente.
Ya ambos habíamos terminado nuestros respectivos cafés. Mi respuesta había terminado al mismo tiempo que la canción, dejando un silencio incómodo de por medio. El doctor solo se rió ante mi respuesta, y lo que dijo después nunca lo podré borrar de mi memoria.
– Usted tiene solo un problema, señor – dijo serenamente– Y no está en cómo trata a los demás ni en cómo maneja sus negocios. Su problema reside en su orgullo, un orgullo que se refleja en sus finanzas y en sus relaciones empresariales. No está mal sentirse bien por un trabajo bien hecho, pero luego de labrar éxito es que uno más debe trabajar en seguir mejorando.
– Entonces ¿mi problema es por orgullo? – dije, sin poder dar crédito a mis oídos.
– No se sorprenda, señor. Le puedo asegurar que no es el primero, y no será el último. –aclaró el doctor– El orgullo nos llena de confianza y nos hace sentir imbatibles, pero también nos adormece, nos vuelve ciegos. Creemos que no es necesario esforzarse más y, ¿para qué? Ya estamos en la cima, o eso nos decimos a nosotros mismos.
Guardé silencio. En ese instante caí en cuenta de la cruda verdad, me volví descuidado y confiado por el éxito que había conseguido hasta ese entonces. Me sentía cómodo. ¿Cuántas personas quisieron decirme eso antes? ¿Cuántos empleados renunciaron al darse cuenta? Estaba cegado por el éxito y olvidé por completo a mi empresa.
– Usted ya está curado, señor –dijo el doctor, levantándose de su asiento– Mi trabajo aquí ha terminado, fue un placer trabajar con usted. Espero verlo en la cima.
Pasaron meses y no volví a saber del Doctor Crédito. Extrañamente, al preguntarle a mis trabajadores, me miraban como si no supieran de quién hablaba y se iban pensando que había dicho alguna especie de chiste. Mis finanzas estaban en su mejor momento, incluso mejor que antes.
Solo puedo decir una cosa: real o no real, el Doctor Crédito realmente fue el mejor apoyo financiero que pude conseguir.
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